Alejandra Pizarnik (Buenos Aires, Argentina, 1936-1972), una de las plumas más fascinantes de la literatura argentina contemporánea, sobre todo en la poesía, comienza en 1954 a escribir sus Diarios, que no abandonará hasta 1971; el resultado es un libro fascinante que llega a México a través de Lumen en una edición a cargo de Ana Becciu.
En estos Diarios, a lo largo de las 500 páginas, la también autora de Los trabajos y las noches hace un recorrido por sus influencias, sus autores predilectos, sus angustias y cavilaciones sin más intención que explicarse a sí misma a través de la escritura, su única pasión. Por eso dice: “Acá, entre el cansancio y el humo, entre el miedo y las ansias inmortales me digo: he de escribir o morir. He de llenar cuadernillos o morir. (...) Alejandra: recuerda. Recuerda bien todo lo que has oído. Primeramente, debes aprender a separar el sueño de la vigilia”.
Corre el año 1955 y la poeta, de 19 años, nada ya en las arenas movedizas del espíritu creativo en donde el único paraíso visible es aquel que gira en torno a la angustia trascendental: “Ningún libro puede ya sostenerme (...) El vacío. Apollinaire aconsejaba para vencer el vacío escribir una palabra luego otra y otra hasta que se llene (...) ¡Siento que mi lugar no está acá! (ni en ninguna parte quisiera decir) Me encanta elucubrar por escrito. Quizá mi queja contra mi patria sea agresión nacida en base a (sic.) a alguna impotencia literaria”.
Todavía Alejandra deambula. Busca estructuras. Quiere, primeramente saber si tiene algo que decir. También se cuestiona sobre la posibilidad de escribir una novela hasta que parece haber encontrado la forma para su siguiente obra literaria: “Lo mejor que se me ocurre es una especie de diario dirigido a (Digamos, Andrea). Es decir; no serían cartas ni un diario común. Una dedicada al amor, la otra a la angustia, la tercera a Mon dieu!, acá ya sería cuestión de resolverse, de elegir: o captar el mundo o rechazarlo”.
Sin embargo, todo ha quedado en intenciones. Si bien los diarios fluyen, nunca más se hará mención a Andrea e, incluso, jamás se le escribirá una carta dentro de los diarios. El año va tomando su curso siempre triste, relajado, marcado por la lectura de diarios de escritores como K. Mansfield, leyendo a Proust y, vertiendo de propia pluma reflexiones en torno a la literatura y su cotidiano: “ Pensé que, teniendo la máquina de escribir, ya no necesitaría más estos morbosos cuadernillos. Mas creo que no es así: escribo como siempre, por lo de siempre: me estoy ahogando (...) vengo del mundo, de ese mundo que no es mío, del mundo exterior”.
Comienza el año 1956 con un poema, “Verano”, y es donde la lírica, la estética del aliento poético (que si bien no han abandonado ninguna de las páginas anteriores) parecen traicionar la prosa para abrir la puerta del espíritu a los aforismos; es en este espacio donde ella deja ir, en realidad, su sentir que se convierte en pasión enganchada al ser, a la posibilidad de existencia: “Oye, Alejandra, niña triste de ciudad: acá van tus poemas, esos trozos condensados de tu angustia, que tu has decidido historiar. Hoy cumples veinte años, y por eso te obsequias tus poemas vestidos de fiesta (...) pero la situación real es muy otra. ¡Alejandra! Has vestido de fiesta a tu sangre, a tu angustia. (...) Tú deseas escribir silenciosamente, esconderte, no mostrar los poemas a ser humano alguno”.
Del año 1957 poco sabemos de la autora de Extracción de la piedra de locura pues comienza a escribir su diario hasta octubre; la constante literaria es la intención, la necesidad de volver al silencio principalmente por falta de confianza en sí misma; 1958 parece ser un mejor año y sus textos comienzan el 20 de enero. Reflexiones en torno de la sexualidad, el sexo y la poesía permean las páginas. La angustia no cede. Letras en blanco y negro. No existe el gris: “Soledad y silencio. He pensado en la felicidad de dedicarme enteramente a la literatura, sin otros cuidados sino escribir y estudiar. Es necesario recuperar el tiempo perdido”. Es en este año que conocemos un poco más de La condesa sangrienta, de su infancia y sus padres, así como de su necesidad de volver a psicoanálisis. Está cansada. Harta de amar al mismo tiempo, a la vida y a la muerte: “Indudablemente el mundo externo es una amenaza”, escribe sin darse cuenta de que su obsesión por adelgazar, por alcanzar ese ideal de belleza la ha hundido en la tristeza y la depresión más profundas. Ahora es más frágil: “La mayor parte de mis sufrimientos derivan de que jamás fui insustituible para nadie (...) que me sea posible superar estos conflictos antiguos. Que me sea posible dedicar mis obsesiones al arte. Y mis fantasías. Y mis ideas.”
Entre el año de 1959 y 1960, conocemos el dolor de la poeta, sus constantes retornos y huidas del psicoanálisis, su camino a la autodestrucción. Contrario a ello, continúa leyendo apasionadamente. Viaja a Francia, país del que ha de volver hasta 1964, en busca de un nuevo asidero a esa realidad que, en principio, detesta.
Es en 1961 donde hay un primer aviso de su intención de suicidarse. A partir de este año y hasta 1964 hay, en los diarios un clímax narrativo. Dedica su estancia en París a leer y traducir a Antonin Artaud, Henry Michaux, así como a escribir algo de crítica y publicar algunos poemas. Sin embargo, es en 1964 cuando vuelve al psiquiátrico, a las máscaras sociales, a las dudas y confiesa que la prosa la deprime y que, aunque se expresa en ella, de fondo ésta no le dice nada, no le mueve nada. Es en el género epistolar y en el ensayo lo que parece darle algo de paz. Todo esfuerzo creativo, sin embargo, le parece insuficiente.
De 1965 y hasta 1971 (año en que termina el volumen) y a pesar de que es la época más fructífera de la autora de Infierno musical, caeremos en la repetición de ciclos pero abordados desde distintas aristas que son temas, fantasmas, poemas a la dupla vida-muerte, realidad-limbo, dolor-gusto, angustia-placer, niña-adulto, para que ante cada día ahí descrito, cada encuentro sexual, cada opinión vertida desde la lucidez que sólo tienen los genios no se haga más que reflexionar en torno a la lectura que la historia literaria ha hecho de la vida y obra de Pizarnik para así contribuir en algo al objetivo que se trazó Ana Becciu al compilar estos 20 cuadernos manuscritos, seis legajos de hojas mecanografiadas y varias hojas sueltas con correcciones hechas a mano: “Que su lectura sirva para entender que la vida de Alejandra no fue una pose, que fue una escritora, que le dolió serlo, porque casi nadie podía mirarla y comprenderla y amarla tal cual era, y cuidarla, para que pudiera seguir escribiendo esos poemas que ahora son lenguaje”.
Adriana Bernal, periodista cultural
El laberinto, Milenio, 24-Abr-04
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