A partir del lenguaje podemos conocer el funcionamiento de la sociedad, las emociones y sentimientos de los colectivos, las distintas formas de pensamiento humano. Con el lenguaje podemos otorgar significado a las experiencias sensibles, a los objetos, darle forma y organización a las vivencias, al pasado e incluso, formular futuros con el “simple” hecho de nombrarlo. Una palabra puede albergar un santuario de significados y a la vez congregar esa diversidad. El estudio del lenguaje permite asomarnos, bajo ciertas perspectivas, desde ciertos ángulos, a las relaciones que el hombre guarda con la vida social, con la ley, el deseo, con la historia, la memoria, el rito, el mito, todos ellos espacios en los que el lenguaje es presencia inobjetable en que lo humano, en tanto ser social, se revela. De igual manera, el silencio es parte del lenguaje, si bien puede ser tomado como la ausencia fonética en el habla, el silencio también puede significar una emoción, una posición subjetiva en el sujeto, una dimensión ética en los procesos colectivos, un sentimiento profundo en el ánimo de las personas. En el presente trabajo pretendo navegar hacia los posibles significados del silencio en la poesía de Alejandra Pizarnik, con el riesgo, latente, de perderme en esa oscura región de la palabra.
Introducción
Introducción
La palabra singulariza al hombre frente al silencio de la naturaleza, contemplando la flor otoñal o ante el rugido febril del animal hambriento, el lenguaje humano se anida en las entrañas de su existencia gestando desde la intimidad, un habla articulada que hace del hombre un ser que da nombre a los objetos del mundo, y al hacerlo, otorga una pluralidad de sentidos y significados tanto a los objetos como a sus acciones. El sentido y la significación dibujan al hombre, constituyen su fisonomía.
El hombre habla para hacer existir, existe para hablar. Como dice George Steiner “Poseedor del habla, poseído por ésta, cuando la palabra eligió la tosquedad y la flaqueza de la condición humana como morada de su propia vida imperiosa, la persona humana se liberó del gran silencio de la materia”.[1] Lo inerte en la materia no es su condición inanimada sino su imposibilidad de hablar, de habitar en la palabra que sólo es de los seres humanos.
La liberación de la voz emergió del silencio expectante hacia “el escándalo milagroso de la palabra humana”.[2] En el viejo enunciado “en el principio era la palabra”, las atribuciones que hacía el hombre al acto de hablar lo conducían a una dirección clara: las divinidades. ¿De dónde nos viene la palabra? ¿Hacia dónde nos lleva? Tal vez la palabra tiene un origen que apunta hacia los dioses y los mitos que lo hacen aparecer, como lo señala Julia Kristeva: “Las creencias y las religiones atribuyen su origen a una fuerza divina, a los animales y a unos seres fantásticos que el hombre habría imitado”.[3] ¿Imitación? ¿Ímpetu por sublevarse ante un dios poseedor de la palabra, la más abarcadora y verdadera? Steiner se pregunta con cierto desdén “¿qué pasa entonces con el zoon phonanta, con el hombre animal hablante?”.[4] La creación es parte de la vida del hombre en la tierra.
El hombre es también un creador, un hacedor de palabras, un nombrador al acecho, animal hablante que siendo presa del lenguaje lo captura en cautiverio al someterlo en letra, en palabra escrita. En este posible recurso -quizá sacrílego- de la palabra humana, la expresión más clara de tal ambigüedad es representada –según Steiner- en el poeta, maldito o no: mal-dice cuando no es la palabra de dios quien lo crea en el poema. “Él es (el poeta) quien guarda y multiplica la fuerza vital del habla. En él siguen resonando las antiguas palabras y las nuevas salen a una luz común, desde la activa oscuridad de la conciencia individual”.[5] El poeta, al igual que dios, edifica en su palabra las ciudades, tiñen de color los paisajes, musicalizan el movimiento; son perpetuadores de los hombres en la tierra y más allá de la muerte:
Hemos dicho palabras,
palabras para despertar muertos,
palabras para hacer un fuego
palabras donde poder sentarnos
y sonreír
Hemos creado el sermón
del pájaro y del mar,
el sermón del agua,
el sermón del amor.
Nos hemos arrodillado
y adorado frases extensas
como el suspiro de la estrella,
frases como olas,
frases como alas.
Hemos inventado nuevos nombres
para el vino y para la risa,
para las miradas y sus terribles
caminos.
(Cenizas, Alejandra Pizarnik)
El poeta da nombres, recrea, inventa y actualiza el lenguaje. El poeta lo quiere decir completamente todo aunque fracase en su intento. El poeta <
Se sabe que así como el lenguaje, el silencio tiene una función social. Por ejemplo, el silencio religioso puede ser un gesto de respeto a la divinidad, o, de consagración al espacio espiritual. Dependiendo de las situaciones y contextos culturales, un silencio puede representar una actitud fría hacia el acompañante, una confirmación de la calidez en el encuentro o una forma de dominación y ejercicio del poder, en definitiva, como dice Peter Burke “guardar silencio es en sí mismo un acto de comunicación”[7]. De manera que el silencio es un acto que comunica y dice algo, paradójicamente sin decir nada porque carece de presencia fonética pero puede significar tal o cual cosa en la medida de su intensidad, del gesto que venga acompañándolo. Si el silencio es la ausencia fonética en el acto de hablar, hemos dicho que guardar silencio también puede comunicar sin palabras. Por ejemplo, para el psicoanálisis el guardar silencio en el proceso terapéutico puede representar una posición subjetiva, es decir, responde a una situación interior que atraviesa al analizado/a, a partir de la cual se pueden establecer ciertas relaciones del paciente con la locura, la melancolía o procesos de somatización en el cuerpo. No hay sujeto sin lenguaje. Un sujeto en el que el funcionamiento del lenguaje se vea alterado, puede ser un ser que no esté enlazado a la vida social, a las normas de conducta, al funcionamiento “normativo” que impone una sociedad determinada, por tanto estará más cercano a alguna enfermedad mental de corte esquizofrénico.[8]
Para Steiner, el silencio en el poeta puede ser un refugio ante la debacle de un lenguaje estirado y poco abarcador de sus exigencias, sin embargo, también puede o no serlo, en términos metafóricos; si el poeta intenta hablar del silencio podría parecer una contradicción e incluso una locura. En definitiva, el silencio puede abrir otra forma de comunicación en la vida humana. Pero ¿Qué pasa entonces con el silencio en la escritura? ¿Se puede pensar el silencio en la escritura poética? Si la palabra escrita carece de sonido de alguna manera la escritura establece ciertas condiciones en que se suspende la realización fónica (el sonido); al representar en letras la voz, la palabra escrita es ya una superficie de registro de signos, de elementos fonéticos significantes. Por tanto “...la cuestión de la escritura se coloca en el campo del silencio, porque ella no es realización fónica (...)[9] pero al haber palabras, hay sentido por estar escrito.[10]” En cierto sentido, el silencio es una metáfora, un símbolo de la ausencia de significante, pero lo cierto es que significa. En la poesía de Alejandra Pizarnik, es frecuente encontrase entre sus letras el tema del silencio, del que intentaré ubicar algunos de sus significados a continuación, adelantando desde ahora, la sospecha de que el silencio es una habitación desde donde Alejandra Pizarnik zarpó en contadas ocasiones al naufragio en su escritura. “Vida, mi vida, déjate caer, déjate doler, mi vida, déjate enlazar de fuego, de silencio ingenuo…” (Fragmento de Árbol de Diana)
Alejandra Pizarnik: el silencio como habitación y locura
La noche del 25 de septiembre de 1972, en el viejo edificio del número 980, alguna calle de Buenos Aires, séptimo piso, departamento “C”, la habitación se llenó de silencio, de un grito apagado en la intensidad segregada por la nota escrita en el pizarrón: “No quiero ir nada más que hasta el fondo”.
“La pequeña naufraga” “La muñeca suicida” “La niña extraviada en su deseo de morir”, acuñaron en Flora Alejandra Pizarnik una imagen oscura y seductora para sus lectores y críticos más audaces, además, arrojaron una veintena de interpretaciones sobre su obra poética y prosística. Alejandra Pizarnik nació en Avellaneda, en 1936. Segunda hija de un matrimonio de inmigrantes judíos, de padre joyero y posición acomodada. En 1954 ingresa a la facultad de filosofía, cambiándose posteriormente a Letras e incursionando en el periodismo. Probó en los talleres de pintura de Batlle Planas buscando encontrar su verdadera vocación pero también los dejó. Pronto hizo del abandono una vocación en la escritura.
Luego de una breve estancia en París entre 1960 y 1964, regresó con la publicación de su primer libro: “Árbol de Diana”, con un prólogo de Octavio Paz. Las contadas depresiones y varios intentos de suicidio, hicieron que pasara temporadas en el pabellón neuropsiquiátrico del Hospital Pirovano. Ya no pudo más, gracias a la enorme farmacia que había amasado en su departamento, tras sus recurrentes visitas al hospital psiquiátrico, terminó por quitarse la vida, y de alguna manera, abrirse a su deseo de ir “hasta el fondo” con una sobredosis de seconal sódico. Contaba con 36 años.
Las interminables aberturas de su escritura: la oscuridad, la muerte, el silencio y la locura, son temas recurrentes en la obra de A. Pizarnik. Tal obra procede esencialmente del surrealismo que tuvo como método la escritura automática, un referente esencial. Una escritura automática que pretende abrirse al fluido libre, al constante precipitar desde lo más íntimo e inconsciente hacia la palabra escrita, libre del juicio crítico. Sin embargo, para César Aira, A. Pizarnik fue más allá del surrealismo al invertir el procedimiento, “poniendo la evaluación, el ‘yo crítico’ al mando de la escritura automática”.[11] Por ello encontramos en Alejandra ese deseo ferviente de encontrarse en ella, en lo escrito de lo íntimo y a la vez, el abandonarse –desconociéndose- en lo íntimo de su escritura. En Sólo un nombre escribía Alejandra: “Alejandra Alejandra/ debajo estoy yo/ Alejandra”, debajo de esas letras uniformes está la búsqueda, una obsesión que pronto se abrirá al abandono, Alejandra está y no se encuentra. “A dónde me conduce esta escritura? A lo negro, a lo estéril, a lo fragmentado” escribía en Piedra Fundamental. Un escritura entonces rota, palabras que fueron hechas con un molde quebradizo y pasajero, “extraña que fui / cuando vecina de lejanas luces / atesoraba palabras muy puras”, tal vez porque para ella el nombre tiene un olor contaminado; la vieja palabra añorada y abandonada “estatua de terror” tal vez se había ido ya.
“¿Cuál fue ese fondo que con palabras como miedo, infancia, silencio, muerte, locura, en su poesía nombraba?”[12] se preguntaba Elizabeth Delgado. Tal vez el fondo no sea más que la puerta al silencio que buscó en sus poemas, entrecortados, breves e intensos. Para algunos críticos, la poética de A. Pizarnik (y ella misma) se encuentra encerrada en su lenguaje, que la asfixia y la salva, para huir, para abandonarse en ese lugar de separaciones, hendiduras, de invenciones fantasmales de otros personajes que habitan la mirada subjetiva y la poseen, buscó otro camino como el silencio. “Caer hasta tocar el fondo último, desolado, hecho de un viejo silenciar y de figuras que dicen repite algo que me alude, no comprendo qué, nunca comprendo, nadie comprendería” (Descripción). Ante el fracaso del lenguaje que paulatinamente la fue hiriendo, el silencio, más que ser un refugio de sí misma, se constituyó como una habitación de su palabra, Un cuarto propio diría Virginia Woolf.
“En mi lenguaje es siempre un pretexto para el silencio” escribía en Palabras. Tal vez encontramos en A. Pizarnik un desafío, una liza frontal con los límites del lenguaje, obligándose ir más allá de la palabra-piedra que intenta derribar. En La palabra del deseo decía lo siguiente: “¿Qué estoy diciendo? Está oscuro y quiero entrar. No sé qué más decir. (Yo no quiero decir, yo quiero entrar) El dolor de los huesos, el lenguaje roto a palabras...”, pareciera que renuncia de una buena vez al lenguaje con tal de entrar, de penetrar a lo indecible, o, a lo decible de lo radicalmente extraño: el silencio, y desde ahí, desde ese lugar salir sin tener que nombrar. Tal vez un deseo de habitar en el silencio, una promesa añejada en su palabra y siempre incumplida: “Me habían prometido un silencio como un fuego, una casa de silencio” (Signos). El silencio es entonces la luz que disipa las sombras, lo que arde, lo que consume y renueva, lo que purifica y hace la llamada a cualquier salvador. La promesa se sustenta en su incumplimiento, la aporía. Ella se construye su palacio, el reino en donde se puede dejar de nombrar para ver lo que hay más allá del lenguaje. La luz que consagra la escritura, una promesa en que la locura va haciéndose paso entre sus letras. “Me embriaga la luz. No nombro más que la luz. Quiero verla. Quiero ver en vez de nombrar” (Tangible ausencia). “Donde cesa la palabra del poeta comienza una gran luz”[13] escribía Steiner, porque en los límites del lenguaje aparece un espacio de trascendencia, quizá allá donde la completud no necesita ser nombrada.
La seducción por la luz, el pasaje del alumbramiento al enunciado que se quema al escribirlo. Poco a poco, A. Pizarnik va anunciando que ha empezado a partir hacia su morada, la locura por el silencio, por la ceguera y el fuego. Los elementos aparecen una y otra vez en sus letras. Y para atravesar el umbral parte desde el silencio, un hogar, la habitación perfecta para regular la luminosidad deseada. Dejar las palabras en suspenso sin dejarlas, para habitar en lo ausente. Ante la promesa, Alejandra Pizarnik buscó construirse para sí esa casa de silencio pero tal espacio lo intentó hacer con el lenguaje poético. En A. Pizarnik no hay tanto un esfuerzo por traducir en palabras el poema de su sentir, sino un esfuerzo por habitar en lo intraducible, y en ello, su fuerza de empuje en el lenguaje.
Pretender nombrar algo que puede ser tomado como ausencia de significado parecería un gesto de locura: decir lo que no se puede decir, nombrar lo ausente. Quizá para A. Pizarnik, el juego de las metáforas entre silencio, locura y palabra, hace, más que hablar desde el silencio, avanzar desde él con desesperación hacia la eufórica implosión del lenguaje. “Pero el silencio es cierto. Por eso escribo. Estoy sola y escribo. No, no estoy sola. Hay alguien aquí que tiembla” (Caminos del espejo). Ella es la única que puede testificar, una muda que ha visto lo que nadie jamás, en ese lugar en el que se ve a sí misma temblando, grita que el silencio es cierto. El silencio no es aquí una sumisión frente a la ausencia del lenguaje, es una manera de habitar en ese otro mundo marcado por múltiples ausencias, asomarse en los límites del lenguaje. “El lenguaje silencioso engendra fuego. El silencio se propaga, el silencio es fuego” (Endechas). Un silencio que deja heridas profundas, huellas duraderas en el espacio interminable de su vacío, hasta que una noche, por fin, logró cerrar la puerta de sus palabras para naufragar en la inmensidad. Alejandra Pizarnik ya no escribió más. Quedó el silencio en su habitación.
Notas
[1] Steiner, George, Lenguaje y silencio. Ensayos sobre literatura, el lenguaje y lo inhumano, Gedisa, Barcelona, 2003. pp.54
[2] Op. Cit.
[3] Kristeva, Julia, El lenguaje, ese desconocido. Introducción a la lingüística, Fundamentos, España, 1999. pp.53
[4] Steiner, George, Lenguaje y silencio...Op.,Cit. pp.54
[5] ibid.,pp. 54
[6] Steiner, Geroge, Extraterritorialidad. Ensayos sobre literatura y revolución lingüística, Siruela, España, 2002.
[7] Burke, Peter, Hablar y Callar. Funciones Sociales del Lenguaje a través de la historia, Gedisa, Barcelona, España, 2001. pp. 155
[8] Ver, Saettele, Hans, Palabra y silencio en Psicoanálisis, UAM-X, México, 2005.
[9] Saettele, Hans, Palabra y silencio...Op.,Cit. pp. 91.
[10] Para una mejor comprensión del tema, remitirse a Ferdinad de Saussure Curso de lingüística General, Fontamara, México, 2000.
[11] Aira, Cesar, Alejandra Pizarnik” Beatriz Viterbo Editora, Argentina, 2001. pp. 15-16.
[12] Delgado, Elizabeth, “Los personajes de Pizarnik” publicado en la Jornada Semanal, 11 de Febrero de 2007, núm. 623.
[13] Steiner, George, Lenguaje y silencio...Op.,Cit. pp.56
Bibliografía
Aira, César, (2001) Alejandra Pizarnik, Beatriz Viterbo Editora, Argentina.
Burke, Peter, (2001) Hablar y Callar. Funciones Sociales del Lenguaje a través de la historia, Gedisa, Barcelona, España.
Delgado, Elizabeth, “Los personajes de Pizarnik” publicado en la Jornada Semanal, 11 de Febrero de 2007, núm. 623.
Kristeva, Julia, (1999) El lenguaje, ese desconocido. Introducción a la lingüística, Fundamentos, España.
Pizarnik, Alejandra, (2002) Prosa Completa, Lumen, colección palabra en el tiempo, Barcelona, España.
-------------------------- (1968) Extracción de la piedra la locura, Sudamericana, Buenos Aires, Argentina.
Saettele, Hans, (2005) Palabra y silencio en Psicoanálisis, UAM-X, México.
Steiner, George, (2003) Lenguaje y silencio. Ensayos sobre literatura, lenguaje y lo inhumano, Gedisa, Barcelona, España.
---------------------, (2002) Extraterritorialidad. Ensayos sobre literatura y revolución científica, Siruela, Madrid, España.
José Antonio Maya González
Ayudante del Área de los Procesos Grupales e
Institucionales y sus Interrelaciones del Departamento de
Educación y Comunicación, UAM-X.
Ayudante del Área de los Procesos Grupales e
Institucionales y sus Interrelaciones del Departamento de
Educación y Comunicación, UAM-X.
1 comentario:
me da gusto pasar por este blog. voy a enlazarte pq. la Pizarnik es una de mis poetas, sí no, LA POETA.
Un saludo desde Uruguay
Laura
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