Cuestionar la obra poética de Alejandra Pizarnik a esta altura me parece un gesto de soberbia, incongruente. Celebrarla sin preguntarse algunas cuestiones también me parecería olvidar ciertos elementos contextuales que son inevitables a cualquier reflexión.
He asistido a innumerables conferencias sobre su figura y su poesía, unidas ambas a veces por una mítica unción de la muerte, he leído biografías, ensayos, artículos periodísticos en los que siempre se unen estas dos visiones: la poeta y la niña extraviada en su deseo de morir. Quisiera hoy que pensemos o nos preguntemos algunos asuntos relativos a observaciones acerca de la recuperación de su imagen en determinado momento histórico de la Argentina y por determinada generación.
Se relaciona a la poeta con Rimbaud, con Baudelaire, con los surrealistas. Las dos primeras asociaciones me parecen más pertinentes a los efectos de este trabajo. Sobre todo si tenemos en cuenta el compromiso político que, desde el principio, los surrealistas –me refiero al expresado desde el mismo Manifiesto Surrealista- mantuvieron como bandera y postura que, si bien no convirtió en panfletaria su poesía, sí fue un modo de vida, de subversión que no sólo pasó por la palabra, sino que se hizo extensiva a toda una práctica –más acá o más allá de cuestiones partidarias que poco vienen al caso a estos efectos.
Alejandra Pizarnik pertenece al numeroso grupo de los que publicaron durante la generación del ’60: Gelman, Bayley, Lamborghini, -algunos olvidados pero pertenecientes al grupo “Pan duro”, cuyo compromiso con la actualidad restallante por entonces era evidente, y cuya poesía no deja de ser de una actualidad pasmosa, quizás porque las opresiones son las mismas y aquí se trata exclusivamente del modo –congruencia entre forma y contenido, tal vez clave de toda obra poética- en que éstas se expresan.
No me refiero a la llamada “poesía panfletaria”, cuya vigencia es contingente y momentánea, sino a la búsqueda del sujeto en el contexto que le tocó vivir, a su ida y vuelta entre ese contexto y su obra, y en el que ambos –en el mejor de los casos- se encuentran, se complementan y generan obras imborrables que superan a la mera circunstancia histórica (pienso en el mencionado Gelman y en otros olvidados como Julio Huasi, Humberto Constantini, Haroldo Conti, Daniel Moyano, etc.)
Castigar, condenar a Alejandra Pizarnik por no haber dado cuenta en su obra de sucesos contemporáneos a la publicación de sus libros – la revolución cubana, la muerte del Che, el mayo francés, la batalla de Argelia (siendo que ella vivió en París entre el ’60 y el ’64) o por no haber reflejado tampoco los sucesos de su propio país en esos convulsivos años en los que la discusión entre literatura, el correlato de actividad artística y política estaban casi de moda, tampoco me parece pertinente.
Es evidente que Alejandra eligió su propio camino. Un camino en el cual prescindió de los vaivenes de la historia. ¿Cuestionar este camino? ¿Negar la elección de un poeta, de un artista, por este motivo? Nada más lejos de la presente reflexión.
En el momento del estreno del corto Vértigos o la contemplación de algo que cae –una obra excelente a mi parecer-, las realizadoras afirmaron en una nota aparecida en Clarín en 1993: “escribió en los ’60 poesía para los ‘90”. Las mismas autoras del corto se refieren al “boom Pizarnik”. Yo misma he sido “víctima” de ese boom y lo he observado a mi alrededor. Pero cambiaría la década del inicio –al menos del mencionado boom.
Y aquí llegamos al nudo de la cuestión. Antes de la década del ’80 – a mi criterio nefasta en más de un sentido, década intermedia, de negaciones y de recomposiciones que parecían imposibles, la década del fin de la historia, de la posmodernidad, etc.- eran inhallables los libros de Alejandra Pizarnik, hasta la publicación de Textos de sombra y últimos poemas, una recopilación de Olga Orozco y Ana Becciú. Después de esta publicación se sucedieron otras, ya promediando los ’90, las obras completas de Corregidor (dos ediciones, una posterior, ampliada y corregida, Semblanzas- un bellísimo libro tanto en objeto como en contenido numerosos ensayos, como los inteligentísimos de Delfina Muschietti, Ivonne Bordelois, etc.) Ahora, la pregunta sería ¿qué generación recibió esta figura de niña atormentada por su propia muerte, de mujer ambigua perseguida por la imagen de un jardín inaccesible? Creo que si deslindamos esta pregunta de las circunstancias sociales y hasta políticas de la década del ’80 estamos olvidando un punto importante en la reflexión de, por lo menos un aspecto de la obra –o de la repercusión de la obra- dentro de cierto marco generacional.
Precisamente en el ’86, una columnista de Clarín –Mónica Sifrim- la describe como “poeta dilecta, irresistible casi, de los adolescentes. Acaso era porque, como ellos, no ve más absoluto que su herida ni más futuro que volver a herirse”.
Aquí podríamos pensar en qué generación de adolescentes es protagonista del mencionado boom. Se trata de la generación posterior a la década del ’70. Una generación que ha quedado sin referentes, cuyos referentes son acaso una confusa mezcla de mujer y de hombre, un modelo andrógino (alguien la recuerda en un artículo del diario Sur, en diciembre de 1989 como “un muchachito hermoso, un Brian Jones con los cabellos blancos, anteojos negros y boquilla”.) Esto combinado con la presión sobre el cuerpo (pensemos en los padecimientos que aparecen en la época y que aún subsisten-, como la bulimia y la anorexia, que –aparentemente- también sufrió Alejandra-.
Un cuerpo que no logra referenciarse en otro cuerpo generacional –un sujeto social- mucho más vasto, que es el inmediatamente anterior. La generación desaparecida o prácticamente desaparecida, cuyo borramiento implicó también el borramiento del sentido de su lucha en muchos casos y que aguzó un individualismo no inocentemente fomentado desde otras esferas. (Aclaro que no estoy diciendo, bajo ningún punto de vista, que Alejandra haya sido consecuente con ese propósito, sino que quedó como huella, como marca de lectura en la generación a la que estamos refiriendo). Entonces, la salida individual, la introspección en el propio dolor, clave en esta etapa de la vida.
“La desesperación, que podría ser juzgada como la negación del espíritu de juventud, en Alejandra se tiñe con las furias y arrebatos de la infancia”, dice Osvaldo Rossler, en un artículo publicado en Clarín en 1983, en ocasión de la aparición del mencionado libro Textos de sombra.... Entre juventud e infancia se erige el espíritu adolescente. Quizá allí se encuentren -o se encontraron- los jóvenes que leen y leyeron fervorosamente la obra de Pizarnik.
Para ir concluyendo me parece importante señalar que es preciso ser conscientes, cuando nos acercamos a la obra de esta gran poeta, de cuál fue su contexto de producción y cuál el de su recepción, tal vez más ampliado en la década siguiente a la de su muerte. Casi como hablar de un deslinde entre ambos y no ser inocentes frente a ese deslinde.
Por otra parte, un punto de abordaje a su obra, señalado y analizado tan inteligentemente por Delfina Muschietti y por Elsa Drucaroff, es la violencia sobre el cuerpo femenino, el tema subyacente de la castración, del espejo recurrente en su obra que parecería volverse sobre la mirada tradicional del hombre como constructor de la imagen de la mujer y desarticularla. Un modo, tal vez velado, de denuncia de una cultura o aparato patriarcal que oculta más o menos sutilmente otros mecanismos de dominación.
He asistido a innumerables conferencias sobre su figura y su poesía, unidas ambas a veces por una mítica unción de la muerte, he leído biografías, ensayos, artículos periodísticos en los que siempre se unen estas dos visiones: la poeta y la niña extraviada en su deseo de morir. Quisiera hoy que pensemos o nos preguntemos algunos asuntos relativos a observaciones acerca de la recuperación de su imagen en determinado momento histórico de la Argentina y por determinada generación.
Se relaciona a la poeta con Rimbaud, con Baudelaire, con los surrealistas. Las dos primeras asociaciones me parecen más pertinentes a los efectos de este trabajo. Sobre todo si tenemos en cuenta el compromiso político que, desde el principio, los surrealistas –me refiero al expresado desde el mismo Manifiesto Surrealista- mantuvieron como bandera y postura que, si bien no convirtió en panfletaria su poesía, sí fue un modo de vida, de subversión que no sólo pasó por la palabra, sino que se hizo extensiva a toda una práctica –más acá o más allá de cuestiones partidarias que poco vienen al caso a estos efectos.
Alejandra Pizarnik pertenece al numeroso grupo de los que publicaron durante la generación del ’60: Gelman, Bayley, Lamborghini, -algunos olvidados pero pertenecientes al grupo “Pan duro”, cuyo compromiso con la actualidad restallante por entonces era evidente, y cuya poesía no deja de ser de una actualidad pasmosa, quizás porque las opresiones son las mismas y aquí se trata exclusivamente del modo –congruencia entre forma y contenido, tal vez clave de toda obra poética- en que éstas se expresan.
No me refiero a la llamada “poesía panfletaria”, cuya vigencia es contingente y momentánea, sino a la búsqueda del sujeto en el contexto que le tocó vivir, a su ida y vuelta entre ese contexto y su obra, y en el que ambos –en el mejor de los casos- se encuentran, se complementan y generan obras imborrables que superan a la mera circunstancia histórica (pienso en el mencionado Gelman y en otros olvidados como Julio Huasi, Humberto Constantini, Haroldo Conti, Daniel Moyano, etc.)
Castigar, condenar a Alejandra Pizarnik por no haber dado cuenta en su obra de sucesos contemporáneos a la publicación de sus libros – la revolución cubana, la muerte del Che, el mayo francés, la batalla de Argelia (siendo que ella vivió en París entre el ’60 y el ’64) o por no haber reflejado tampoco los sucesos de su propio país en esos convulsivos años en los que la discusión entre literatura, el correlato de actividad artística y política estaban casi de moda, tampoco me parece pertinente.
Es evidente que Alejandra eligió su propio camino. Un camino en el cual prescindió de los vaivenes de la historia. ¿Cuestionar este camino? ¿Negar la elección de un poeta, de un artista, por este motivo? Nada más lejos de la presente reflexión.
En el momento del estreno del corto Vértigos o la contemplación de algo que cae –una obra excelente a mi parecer-, las realizadoras afirmaron en una nota aparecida en Clarín en 1993: “escribió en los ’60 poesía para los ‘90”. Las mismas autoras del corto se refieren al “boom Pizarnik”. Yo misma he sido “víctima” de ese boom y lo he observado a mi alrededor. Pero cambiaría la década del inicio –al menos del mencionado boom.
Y aquí llegamos al nudo de la cuestión. Antes de la década del ’80 – a mi criterio nefasta en más de un sentido, década intermedia, de negaciones y de recomposiciones que parecían imposibles, la década del fin de la historia, de la posmodernidad, etc.- eran inhallables los libros de Alejandra Pizarnik, hasta la publicación de Textos de sombra y últimos poemas, una recopilación de Olga Orozco y Ana Becciú. Después de esta publicación se sucedieron otras, ya promediando los ’90, las obras completas de Corregidor (dos ediciones, una posterior, ampliada y corregida, Semblanzas- un bellísimo libro tanto en objeto como en contenido numerosos ensayos, como los inteligentísimos de Delfina Muschietti, Ivonne Bordelois, etc.) Ahora, la pregunta sería ¿qué generación recibió esta figura de niña atormentada por su propia muerte, de mujer ambigua perseguida por la imagen de un jardín inaccesible? Creo que si deslindamos esta pregunta de las circunstancias sociales y hasta políticas de la década del ’80 estamos olvidando un punto importante en la reflexión de, por lo menos un aspecto de la obra –o de la repercusión de la obra- dentro de cierto marco generacional.
Precisamente en el ’86, una columnista de Clarín –Mónica Sifrim- la describe como “poeta dilecta, irresistible casi, de los adolescentes. Acaso era porque, como ellos, no ve más absoluto que su herida ni más futuro que volver a herirse”.
Aquí podríamos pensar en qué generación de adolescentes es protagonista del mencionado boom. Se trata de la generación posterior a la década del ’70. Una generación que ha quedado sin referentes, cuyos referentes son acaso una confusa mezcla de mujer y de hombre, un modelo andrógino (alguien la recuerda en un artículo del diario Sur, en diciembre de 1989 como “un muchachito hermoso, un Brian Jones con los cabellos blancos, anteojos negros y boquilla”.) Esto combinado con la presión sobre el cuerpo (pensemos en los padecimientos que aparecen en la época y que aún subsisten-, como la bulimia y la anorexia, que –aparentemente- también sufrió Alejandra-.
Un cuerpo que no logra referenciarse en otro cuerpo generacional –un sujeto social- mucho más vasto, que es el inmediatamente anterior. La generación desaparecida o prácticamente desaparecida, cuyo borramiento implicó también el borramiento del sentido de su lucha en muchos casos y que aguzó un individualismo no inocentemente fomentado desde otras esferas. (Aclaro que no estoy diciendo, bajo ningún punto de vista, que Alejandra haya sido consecuente con ese propósito, sino que quedó como huella, como marca de lectura en la generación a la que estamos refiriendo). Entonces, la salida individual, la introspección en el propio dolor, clave en esta etapa de la vida.
“La desesperación, que podría ser juzgada como la negación del espíritu de juventud, en Alejandra se tiñe con las furias y arrebatos de la infancia”, dice Osvaldo Rossler, en un artículo publicado en Clarín en 1983, en ocasión de la aparición del mencionado libro Textos de sombra.... Entre juventud e infancia se erige el espíritu adolescente. Quizá allí se encuentren -o se encontraron- los jóvenes que leen y leyeron fervorosamente la obra de Pizarnik.
Para ir concluyendo me parece importante señalar que es preciso ser conscientes, cuando nos acercamos a la obra de esta gran poeta, de cuál fue su contexto de producción y cuál el de su recepción, tal vez más ampliado en la década siguiente a la de su muerte. Casi como hablar de un deslinde entre ambos y no ser inocentes frente a ese deslinde.
Por otra parte, un punto de abordaje a su obra, señalado y analizado tan inteligentemente por Delfina Muschietti y por Elsa Drucaroff, es la violencia sobre el cuerpo femenino, el tema subyacente de la castración, del espejo recurrente en su obra que parecería volverse sobre la mirada tradicional del hombre como constructor de la imagen de la mujer y desarticularla. Un modo, tal vez velado, de denuncia de una cultura o aparato patriarcal que oculta más o menos sutilmente otros mecanismos de dominación.
Mara Vitas
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