A setenta años de su nacimiento y debido a la difundida confusión entre vida y obra, la escritora parece haber quedado cristalizada en el incómodo lugar de la “poeta maldita” cuyo trabajo sólo puede leerse de atrás para adelante en búsqueda de marcas de autorreferencialidad. Pero ¿cuál es la Pizarnik que conviene recordar? Las diferentes críticas a su trabajo, y la lectura de César Aira.
Pizarnik nació en Avellaneda el 29 de abril de 1936, hace setenta años. En realidad, la que nació fue Flora Pizarnik, nombre verdadero que sus padres eligieron y que ella después cambiaría en el fin de su adolescencia, como una adopción que también marcaba su ingreso a la poesía. Un segundo nombre para una segunda lengua, que fue la que encontró para denominar el mundo y a sí misma. Pizarnik es en su poesía, precisamente, un conjunto de nombres: la viajera con la maleta de piel de pájaro, la sonámbula, la niña extraviada y así. Esta mención aparece una y otra vez en su obra y funciona como el germen de una gran confusión. O, cuanto menos, de un punto clave en la lectura crítica de su trabajo. Si el contenido de sus poemas se lee confesional, es a raíz del suicidio de su autora; si se usa una metáfora que Alejandra usaba para nombrarse en un poema como sinónimo de su autora en una nota periodística o un ensayo académico, es porque en estas lecturas, vida y obra parecen casi lo mismo. Esta confusión, esta unión, produce una visión de ella como “personaje”, es decir la deformación de un escritor que pasa a ser protagonista de sus textos o que vive su vida como una emanación de su literatura.
En relación al “personaje”, una anécdota. O, más bien, un rumor que ha circulado en ambientes poéticos. En la noche fatídica, antes de tomar sus célebres cincuenta pastillas de Seconal, Pizarnik llama al diario La Nación y pregunta si tienen hecha su necrológica. Si hay archivo sobre ella para escribirla. Más allá de lo claramente apócrifo de la historia, deja en claro otra mirada sobre la poeta, aquella que la considera alguien muy preocupado por su notoriedad, que frecuentó ambientes literarios para forzar vínculos que podrían serle útiles. ¿Cuál es la Pizarnik que conviene recordar? ¿Cuál de todas? Como en sus poemas, donde su imagen se multiplica en miles de sinónimos, también se multiplican las voces que la recuerdan.
En algunos apuntes sobre su vida, podemos decir que era hija de inmigrantes judíos que llegaron a la Argentina desde Rovne (hoy Eslovaquia), que estudió filosofía, periodismo y pintura alternadamente, y que concluyó su formación con un viaje a Francia, donde pasó largos años, y se hizo amiga, entre otros, de Octavio Paz y Julio Cortázar. Antes de eso, ya había publicado tres de sus poemarios: La tierra más ajena (1955) –del que después renegaría–, La última inocencia (1956) y Las aventuras perdidas (1958). En 1962 se publicó El árbol de Diana, y tiempo después de su vuelta a la Argentina, Los trabajos y las noches. En su registro poético le siguieron Extracción de la piedra de la locura (1968) y el último, El infierno musical (1971), además de varios textos de prosa breve y ensayos.
Sobre Pizarnik abundan, además de frondosas bibliotecas de literatura epigonal, tupidos anaqueles de lecturas críticas. Icono de la poesía argentina femenina, es una estación obligada en la ruta de cualquiera que quiera escribir y pensar la poesía local. Generalmente se la considera una poeta iniciática, alguien a quien todos han leído como una primera aproximación a la lírica. Pero quien tal vez mejor la haya leído es el escritor César Aira en su ensayo Alejandra Pizarnik. Allí, Aira se para en el extremo opuesto a otros teóricos, como por ejemplo Cristina Piña, quien en su biografía refuerza deliberadamente el mito de la “poeta maldita”. Para Aira, Pizarnik encontró en la “autobiografía” una forma de subjetivizar y anclar el procedimiento surrealista de la escritura automática. A partir de la sabida pasión de Pizarnik por este movimiento, el novelista analiza el modo en que ella se apropió de algunos recursos estilísticos modificándolos como quien “se pone un reloj de un pariente muerto”. Para Aira, Pizarnik se adueñó de la escritura automática pero abandonando la suspensión del juicio crítico que proclamaba el surrealismo. En esta no suspensión, aparecen los cientos de sinónimos de Pizarnik. Su nombre, su experiencia, en el imaginario que le abrió la lectura de los poetas surrealistas. Esta tesis es la que permite despegar la figura de la escritora del pegoteo al que sometieron su escritura tantos de sus enamorados.
El caso de Pizarnik, como el de Julio Cortázar en el ámbito de la narrativa, es muy particular. Sus textos son ávidamente leídos –hoy, la edición de poesía completa de Pizarnik está agotada– pero ya no tienen incidencia en la poesía que se produce. Por eso, no es que haya que rescatar a Pizarnik del olvido, sino paradójicamente del excesivo y edulcorado recuerdo que impide ver a esta enorme poeta en su dimensión real.
Por Mercedes Alfon
Artículo aparecido en el diario argentino Perfil
19.11.2006
1 comentario:
Hola Patricia,
veo que sabes mucho sobre Alejandra Pizarnik, no sabes por casualidad la HORA a la que nació la poetisa? A lo mejor has consultado la partida de nacimiento de Flora... Gracias por el material acumulado, lo estudiaré atentamente, Lenka
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